martes, marzo 31, 2009

Desacreditar el mito de la competitividad

Joel Sangronis Padrón
profesor universitario

La vida es larga si es plena; y se hace plena
cuando el alma ha recuperado la posesión
de su bien propio y ha transferido a sí el
dominio de sí mismo.
Séneca

Cuenta el autor colombiano Gustavo Wilches-Chaux en su libro “¿Y qué es eso, Desarrollo Sostenible?” la anécdota de un “experto” en productividad y eficiencia que observó a un pescador recostado en su hamaca frente a un río; a la hora del almuerzo el hombre lanzó un anzuelo al río y a los 10 minutos saco un gran pez; al llevarle el pescado a su mujer, de la mata de plátanos situada al lado de su casa cortó uno que su mujer le frió conjuntamente con el pescado para almorzar. El experto se le acercó al hombre y comenzó a interrogarlo:

“Amigo si en 10 minutos con un solo anzuelo sacó un pescado, con 10 anzuelos sacaría 10 pescados, ¿verdad?" "¡Así es!", respondió el pescador. "¿Y en una hora?" "¡Pues sesenta pescados!". "¿Y en 8 horas de trabajo?" "Cuatrocientos ochenta pescados", calculó nuestro pescador.

Calculadora en mano el “experto” continuó explicándole: En trescientos días de trabajo al año sacaría 144.000 pescados y si pidiera un crédito para comprar uno o dos barcos y camiones cavas para transportar el pescado más o menos en 20 años tendría una gran empresa con muchos empleados que trabajarían para que él pudiera darse el lujo de estar todo el día acostado en una hamaca. Y para que voy a esperar 20 años y tomarme tantos trabajos, preguntó el pescador, si eso es precisamente lo que estoy haciendo ahora, además, lo más seguro es que con ese ritmo de explotación dentro de 20 años ya no quede ni un solo pescado en el río”. (1)

La anécdota del autor colombiano ilustra con bastante claridad una de las trampas en la que, desde que nacemos, estamos inmersos los habitantes de la sociedad contemporánea: la trampa de la competitividad, de la acumulación de cosas y logros materiales como única vía a la felicidad y a la realización plena de la vida. Poseer es la obligación que nos impone el modelo social en el que vivimos; desde nuestros primeros pasos en la vida se nos impone competir y poseer como fines en sí mismos.

La familia, la escuela, los juegos, los medios de comunicación, las normas sociales y las metas que este modelo cultural nos obliga a imponernos, nos empujan a una carrera sin fin por poseer, por acumular, por competir y sobresalir en todas y cada una de las facetas de nuestra existencia. Se nos enseña a despreciar o a ignorar el placer de hacer los cosas únicamente por el gusto de realizarlas, por la íntima o compartida satisfacción del trabajo bien hecho, o por el esfuerzo puesto en práctica, siempre ese trabajo, esfuerzo o logro se medirá en términos de mejor o peor con el que otro ha obtenido o realizado. La solidaridad, la cooperación y la falta de agresividad son deslegitimadas y etiquetadas como obstáculos que estorbarán o impedirán ser “alguien” en la vida.

Ya de adultos el éxito se mide, o mejor, se contabiliza, casi exclusivamente por la cuota de poder, por la capacidad adquisitiva o por la fama individual que la persona haya logrado obtener, sin importar en absoluto los medios a través de los cuales haya logrado esos fines.

La propia dinámica del capitalismo genera un hombre individualista, utilitarista, empujado a competir y sustentado por la ambición, porque en este modelo, ya lo sabemos, tener equivale a ser.

El verdadero y generalmente oculto drama del individualismo y la competitividad es que produce un solo triunfador a costa de innumerables perdedores.

El neoliberalismo ha venido a fungir en los últimos tiempos como sustentación filosófica del modelo capitalista. En el neoliberalismo la ambición personal (motor de la competitividad) es legitimada y sacralizada como una virtud y un valor que genera riqueza y bienestar (aunque sería mejor decir “bientener”); pero el propio sistema hace que la ambición personal jamás se encuentre satisfecha: si usted por fin se ha comprado un carro usado, el sistema creará pronto en usted la ambición de adquirir un modelo económico nuevo. Si usted decide endeudarse con un banco para adquirir ese modelo económico nuevo, muy pronto la publicidad y su entorno social le harán soñar con adquirir un modelo de lujo; si usted violentando sus posibilidades económicas adquiere ese modelo de lujo, antes de darse cuenta habrá en el mercado un nuevo y más atractivo modelo y así hasta el infinito, convirtiendo la existencia en una carrera de ratas por adquirir cosas, por tener más que nuestros hermanos o amigos de infancia, o que nuestros compañeros de trabajo o estudio o que nuestros vecinos, en un estilo de vida en donde la presión por sobresalir, por descollar, por demostrar que uno no se ha “quedado” frente a otros ha logrado que el estrés, los accidentes cerebro vasculares, los hogares fracturados, la ingesta de alcohol y otras drogas y los problemas depresivos sean cosas normales y comunes.

La ética trata fundamentalmente de la libertad: Es poder decidir “¿lo hago o no lo hago?”, “¿actúo de esta forma o de esta otra?”, “¿digo sí o no?”.

La ideología (en el sentido marxista del término) del consumismo, de la competitividad (totalitaria como pocas en la historia), anula por completo esa libertad. La persona consumirá para no sentirse excluida de su grupo social; consumirá para no sentirse vulnerable y rechazada; consumirá porque sus familiares, sus amigos o sus enemigos, sus compañeros o sus competidores, lo compulsan a ello a través de la ostentación de lo que ellos ya han consumido.

Como bien lo señala el profesor Julio Escalona, “la sociedad se ha hecho cada vez más compleja y las relaciones sociales e individuales están cada vez más mediadas por grandes aparatos políticos, administrativos y técnicos, que constituyen una poderosa fuerza ideológica, que no se apoya simplemente en la difusión de ideas, sino, principalmente, de prácticas.

La norma social, el sistema de valores y las prioridades son establecidas en función de la racionalidad y la eficacia del sistema social; son por tanto externas al individuo, no le pertenecen. Sin embargo, este debe identificarse con ellas y hacerlas suyas. En consecuencia, la ética individual y la libre elección sólo existen dentro de los condicionamientos y la lógica del mercado.

Un sistema altamente competitivo ha establecido un código de premios, gratificaciones, castigos y emulaciones; todo un sistema de progreso individual y ascenso social, que se convierte en una tremenda presión ética, psicológica y física sobre el individuo y su familia” (2)

La mayoría de los padres convertimos la formación escolar de nuestros hijos en una tortura, en una carrera en contra de todos sus compañeros y de ellos mismos, salpicada con todos los obstáculos que en forma de cursos de inglés, talleres de creatividad, flamenco, computación, escuelas de béisbol, kárate, tareas dirigidas, modelaje y comportamiento social y planes vacacionales logramos imponerles, desechando como una horrible pérdida de tiempo cualquier intento de los niños por socializarse por sí mismos y crear o escoger sus propias diversiones, su tiempo libre, sus juegos y sus procesos de formación , o desechando la oportunidad de simplemente compartir espacios y tiempo de calidad con sus padres, hermanos y amigos, creando desde la niñez seres frustrados y estresados.

Nuestro actual modelo civilizatorio es producto (y esclavo a la vez) del método analítico y, por tanto, de la lógica de descomponer al todo en sus distintas partes constitutivas. Este método que permitió el salto cuantitativo y cualitativo en las ciencias y la tecnología que significó la revolución industrial, arrastra en su propia naturaleza la incapacidad de apreciar holísticamente la realidad. No es capaz de ver el todo y saber que la parte está en el todo y el todo en cada una de las partes. Así, en el capitalismo y la cultura occidental, la sociedad es vista como una suma de individualidades.

El individualismo y la competitividad exacerbada produce un todo social ahistórico, fracturado, inconexo y disperso, que sólo tiene en común las directrices mediáticas del mercado.

En este modelo el hombre es entendido como parte separada del todo social, incapaz de verse a sí mismo como parte de esa sociedad; de reconocer a los demás como parte de sí mismo. El capitalismo presenta a los “otros” como rivales, reales o potenciales, como competidores que deben ser superados, y al entorno socioecológico como un simple escenario en donde se debe llevar a cabo esa competición o lucha.

Para el capitalismo y sus ideólogos, los países y sectores empobrecidos del mundo lo son única y exclusivamente por su propia culpa. Las causas de esa pobreza y atraso son de carácter metafísico, únicamente atribuibles a ellos mismos (pereza, indolencia, falta de iniciativa, poca creatividad, lentitud, fatalismo), sin que se molesten en investigar (o aceptar las investigaciones que otros realizan) los procesos sociohistóricos que han conllevado a esos países y sectores a dichas situaciones. Por lo tanto, la pobreza, la miseria y la exclusión son problemas éticos, sólo atribuibles a cada individuo, sin que ni las condiciones materiales de existencia ni la historia de las relaciones sociales de producción, en cada caso específico, tengan la más mínima injerencia en ello.

La sombra del darwinismo social subyace en este tipo de interpretaciones. Sólo haría falta modificar el término “supervivencia del más apto” por “supervivencia del más competitivo”.

Las escuelas de administración y gerencia que como una plaga florecieron en las universidades latinoamericanas en las décadas de los ochenta y noventa, intentaron darle un cierto barniz académico y científico a las tesis de la competitividad y el darwinismo social impuesto por el consenso de Washington, dirigido desde esa misma ciudad y ejecutado atrozmente en nuestros países por brigadas de tecnócratas al mando de los miserables “líderes” que sufrimos en esta parte del mundo durante esa época (C.A Pérez, Salinas de Gortari, Carlos Menen, Fernando Henrique Cardozo, Alejandro Toledo, Rafael Caldera, etc). Aun hoy, buena parte del cuerpo docente de nuestras academias , hipnotizado y cretinizado por la prédica neoliberal, insiste en levantar las banderas de la competitividad y el productivismo como panaceas al subdesarrollo. Se obstinan en negar los procesos sociohistóricos de explotación, esclavitud, colonialismo y neocolonialismo, dependencia e imperialismo como elementos explicativos de nuestro atraso y pobreza, y dictaminan con estúpida autosuficiencia, que lo único que nos diferencia de países como Holanda o Japón es nuestra actitud personal frente al trabajo, visto lo cual, se entiende perfectamente que impongan como libro de cabecera de sus respectivas materias un bodrio editorial del tipo “La Culpa es de la Vaca”.

Dice el Ecofilósofo español Joaquín Araujo que La primera tarea de la Educación Ambiental debe ser la de desacreditar el mito de la competitividad”. Tarea ardua esta de combatir contra una de las columnas donde se asienta el actual modelo civilizacional, pero que debe ser asumida cuanto antes por todos los que creemos y luchamos por una sociedad y un mundo distintos.

Notas:

1) Wilches-Chaux, Gustavo. ¿Y qué es eso, Desarrollo Sostenible? Consejo Regional de Planificación CORPES de la Amazonia. Publicación Especial Mediante Convenio CORPES-Presidencia de la República. Ejecutivos Gráficos. 1993. Santa Fe de Bogotá. Colombia

2) Escalona, Julio. Hacia Una Ecología del Bienestar. Facultad de Ciencias Económicas y Sociales (FACES). UCV. CONAC. Fondo Editorial Tropykos. 1988. PP. 67 y 68

viernes, marzo 27, 2009

La crisis y la arrogancia de Occidente

Leonardo Boff
teólogo brasileño

En todos los países se están buscando salidas para la crisis actual. Más que ante una crisis, estamos, a mi modo de ver, frente a un punto de mutación de paradigma, próximo a ocurrir. Pero está siendo aplazado e impedido por la arrogancia típica de Occidente. Occidente está perplejo: ¿cómo puede estar en el ojo de la crisis si posee el mejor saber, la mejor democracia, la mejor conciencia de los derechos, la mejor economía, la mejor técnica, el mejor cine, la mayor fuerza militar y la mejor religión?

Para la Biblia y para los griegos esta manera de pensar constituía el supremo pecado, pues las personas se situaban en el mismo pedestal de la divinidad. Pronto eran castigadas al destierro o condenadas a muerte. Llamaban a esta actitud hybris, que quiere decir, arrogancia y exceso. Oigamos a Paul Krugman, Nóbel de economía en 2008, en el New York Times del 3 de marzo: «Si quiere usted saber de dónde vino la crisis global, mire las cosas de esta manera: estamos viendo la venganza del exceso; así nos hemos empantanado en este caos y todavía estamos buscando una salida». ¿No se decía antes greed is good? ¿La ganancia en exceso es buena?

Presentemos otra cita del nada sospechoso Samuel P. Huntington en El choque de civilizaciones: «Es importante reconocer que la intervención en los asuntos de otras civilizaciones constituye probablemente la fuente más peligrosa de inestabilidad y de un posible conflicto global en un mundo multicivilizacional». Huntington explica que es la arrogancia la que mueve a estas intervenciones. Los occidentales pretenden saber todo mejor. Johan Galtung, noruego, uno de los más preeminentes mediadores de conflictos del mundo, trabajó durante tres años tratando de mediar en la guerra de Afganistán. Se retiró, decepcionado e irritado, denunciando: «la arrogancia occidental impide cualquier acuerdo; éste sólo es posible a condición de que los talibanes se sometan totalmente a los criterios occidentales».

Tal vez la forma más refinada de arrogancia fue y es vivida por el cristianismo, especialmente bajo el actual Pontífice. Ha rebajado a las otras Iglesias negándoles el título de Iglesias. Ha impugnado a las demás religiones como caminos hacia Dios.

Pero ha tenido antecesores más extremados: Alejandro VI (1492-1503) por la bula Inter Caetera dirigida a los reyes de España determinaba: «por la autoridad de Dios Omnipotente que nos ha sido concedida en san Pedro y como Vicario de Jesucristo os donamos, concedemos, entregamos y asignamos a perpetuidad con todos sus dominios, ciudades, fortalezas, lugares y villas, las islas y las tierras firmes halladas y por hallar». Nicolás V (1447-1455) por la bula Romanus Pontifex hacía lo mismo a los reyes de Portugal. Les concedía «plena y libre facultad para invadir, conquistar, combatir, vencer y someter a todos los sarracenos y paganos en cualquier parte que estuvieren y reducir a sus personas a servidumbre perpetua». ¿Se puede ir más lejos en exceso y en hybris? Se borró totalmente la memoria del Nazareno que predicaba el amor incondicional y que todos somos hermanos y hermanas.

La arrogancia de Occidente impide que los jefes de Estado, ante la actual crisis, se abran a la sabiduría de los pueblos y busquen una solución a partir de valores compartidos y de una visión integradora de los problemas de la Casa Común, herida ecológicamente. En los discursos de Barack Obama resuena la arrogancia típicamente estadounidense de que los EUA todavía van a liderar el mundo. Es un liderazgo montado sobre 700 bases militares repartidas por todo el planeta y provistas de armas de destrucción masiva capaces de diezmar a la especie humana y dejar tras de sí una Tierra devastada. Este liderazgo arrogante no lo queremos.

lunes, marzo 09, 2009

La mano invisible

Frei Betto
Religioso dominico

Desde niño tengo mis miedos, como todo el mundo. Primero era el miedo de ver a mi padre bravo, de verme obligado a comer rábano, de sacar cero en el examen de matemáticas. Miedo, bajo la dictadura, a verme arrollado por un auto policial. Miedo, bajo la lluvia pertinaz, de que mi chabola en la favela, situada al borde de un precipicio, fuese llevada por el agua.

Hoy colecciono otros miedos. Uno de ellos es el miedo a la mano invisible del Mercado. De lo invisible sólo no temo a Dios. Temo a las bacterias y a los extraterrestres. A las primeras las combato con antibióticos –término inapropiado, pues significa “contra la vida”, siendo que las inoculamos para favorecerla.

En cuanto a los extraterrestres, quedé más tranquilo al saber que la distancia más grande conseguida en el espacio por nuestra tecnología es alcanzada por las emisiones televisivas. Seguro que, al captarlas, los exploradores interplanetarios llegaron a la conclusión de que en la Tierra no hay vida inteligente…

Vuelvo a la mano invisible del Mercado. ¿Dónde la mete? Preferentemente en nuestro bolsillo. En especial el de los más pobres. Y es invisible porque es cínica, como todo delito practicado a escondidas. Por ejemplo el Mercado practica la extorsión al bolsillo de los más pobres a través de impuestos cargados a los productos y servicios. Todo podría ser más barato si no fuera por esa mano boba que se inmiscuye en lo que consumimos.

Ahora que el Mercado entró en crisis -pues el globo que infló estalló en su misma cara-, ¿dónde anda metiendo su mano invisible? La respuesta sí es visible: en el bolsillo del gobierno. En los EE.UU el Mercado, en los estertores de la administración Bush (de infausta memoria) metió mano a US$ 830 mil millones y ahora logró otros US$ 900 mil millones de la recién estrenada administración Obama. Todo para guardar esa fortuna en el bolsillo agujereado del sistema financiero.

Además, la mano invisible del Mercado desconoce los bolsillos de los ciudadanos. Viciada como está, siempre beneficia el bolsillo de los ricos. Es el caso del Brasil. Ante la crisis (y las próximas elecciones) el gobierno trata de anabolizar el PAC, de modo que la mano del Mercado pueda abastecer, y cuanto antes, el bolsillo de las constructoras de obras públicas y de las empresas privadas encargadas de dichas obras.

Ya lo advertía mi abuela: “¡Mire bien, niño, dónde pone esa mano!” Y me obligaba a lavármela antes de sentarme a la mesa. Pues bien, creo que la mano del Mercado es invisible porque nunca se lava. Al contrario, lava dinero sin lavarse de la suciedad que lo impregna. Es lo que deduzco al leer las noticias de que, en los paraísos fiscales, la liquidez de los grandes bancos fue asegurada, en los últimos años, gracias a los depósitos del narcotráfico.

La mano puede ser invisible pero sus huellas digitales no. Allí donde el Mercado pone su mano queda la marca. Sobre todo cuando retira la mano, dejando en el desamparo a millares de desempleados, tirados en la calle de la insolvencia, ahorcados en deudas astronómicas.

El Mercado es como un dios. Usted cree en él, pone su fe en él, lo venera, hace sacrificios para agradarlo, se siente culpable cuando da un paso en falso con relación a él -aunque sea de él la culpa, como en el caso de la compra de acciones que él vendió prometiendo fortunas y ahora esas acciones valen una nada.

Como un dios, sólo se le puede conocer por sus efectos: la Bolsa, el salario, la hipoteca, el interés, la deuda, etc. Se manifiesta por medio de su creación, pero sin dejarse ver ni localizar. Nadie sabe exactamente qué cara tiene o en qué lugar se esconde, aunque sea omnipresente. Hasta en la candela vendida a la puerta de la iglesia se hace presente. Y mete la mano, la famosa mano invisible, la temida mano invisible, esa mano más abominable que la de los tarados que se atreven a meterla debajo del vestido de la mujer de pie en el autobús.

Y de nada vale gritar: “¡Quite esa mano de ahí!” A pesar de que la mano invisible manipula descaradamente nuestra calidad de vida, privilegiando a unos pocos y asfixiando a la mayoría, nadie se libra de ella. Como es invisible, no se la puede cortar. Sólo queda una salida: cortarle la cabeza al Mercado. Pero ésa es otra historia. Hoy hablé de la mano. La cabeza queda para otro día.

viernes, marzo 06, 2009

Los filósofos y la crisis

Leonardo Boff
teólogo


Curiosamente, no son pocos los que ven la crisis actual más allá de sus distintas expresiones (energética, alimentaria, climática, económico-financiera) como una crisis de la ética. Crédito viene del latín credere que significa tener fe y confianza. Esa es una actitud ética. Nadie confía ya en los bancos, en las bolsas, en las medidas convencionales. La economía necesita créditos para funcionar, es decir, las instituciones y las personas necesitan medios en los cuales puedan confiar y que no sean víctimas de los Madorffs que pecaron contra la confianza.

Aunque la crisis exija un nuevo paradigma para ser sostenible a largo plazo, es urgente encontrar medidas inmediatas para que el sistema completo no zozobre, arrastrando todo consigo. Sería irresponsable no tomar medidas todavía dentro del sistema, aunque no sean una solución definitiva.

Veo dos valores éticos fundamentales que deben estar presentes para que la situación encuentre un equilibrio aceptable. Dos filósofos alemanes pueden iluminarnos: Immanuel Kant (+1804) y Martin Buber (+1965). El primero se refiere a la buena-voluntad incondicional y el segundo a la importancia de la cooperación.

Dice Kant en su Fundamentos para una metafísica de las costumbres (1785): «No existe nada en ningún lugar del mundo ni fuera de él que pueda ser considerado bueno sin reservas sino la buena voluntad». ¿Qué quiere decir con esto? Que la buena voluntad es la única actitud solamente buena por naturaleza a la cual no cabe poner ninguna restricción. O la buena voluntad es buena o no hay buena voluntad. Es el presupuesto primero de toda ética. Si se desconfía de todo, si se pone todo en duda, si no se confía ya en nadie, no hay modo de establecer una base común que permita la convivencia entre los humanos.

Vale decir: cuando los G-7 y los G-20, la Comunidad Europea, el Mercosur, el BRIC y las articulaciones políticas, sindicales, sociales (pienso en el MST y en la Vía Campesina y otras) se encuentren para pensar salidas para la crisis, hay que presuponer en todos la buena voluntad. Si alguien va a la reunión sólo para garantizar lo suyo, sin pensar en el todo, acabará no pudiendo siquiera garantizar lo suyo, dado el entrelazamiento que existe hoy de todo con todo. Repito una vieja metáfora: esta vez no hay un arca de Noé que salve a unos cuantos, o nos salvamos todos o pereceremos todos.

Entonces, la buena-voluntad, como valor universal, debe ser reclamada a todos. De lo contrario, no hay modo de salvaguardar las condiciones ecológicas de reproducción de la vida y asegurar razones para que vivamos juntos. En realidad, vivimos en un estado de permanente guerra civil mundial. Con la buena voluntad de todos podemos alcanzar una paz posible.

No menos significativa es la contribución del filósofo judío-alemán Martin Buber. En su libro Yo y Tú (1923) muestra la estructura dialogal de toda existencia humana personal y social. Es a partir del tú como se conforma el yo. El «nosotros» surge por la interacción del yo y del tú en la medida en que refuerzan el dialogo entre sí y se abren a todos los demás otros, hasta al totalmente Otro.

Es paradigmática esta afirmación suya: si vivimos uno al lado del otro (nebeneinander) y no uno junto con el otro (miteinander), acabaremos estando uno contra otro (gegeneinander).

Esto se aplica a la situación actual. Ningún país puede tomar medidas político-económicas al lado de otros, sin estar junto con los otros. Acabará estando contra los otros. O todos colaboran a una solución incluyente o no habrá solución para nadie. La crisis se profundizará y acabará en tragedia colectiva. El proteccionismo es el peligro mayor porque provoca conflictos y, en último término, la guerra. No podrá ser mundial porque ahí sí sería el fin de la especie humana, sólo regional, pero devastadora. La crisis de 1929, mal digerida, ocasionó el nazifascismo y la eclosión de la segunda guerra mundial. No podemos repetir semejante tragedia.