jueves, septiembre 25, 2008

La ética de la sociedad civil

Adela Cortina

Ed. Anaya 1994

Introducción

Cubierto con unas mantas grises para protegerse del frío, oculto en el desván de la escuela, empieza a leer Bastían un extraño libro, robado en la tienda de un extraño librero. Su inquietante título,La historia interminable”. El relato es sobrecogedor. La Nada, una fuerza abismal y caótica, está devorando el Reino de Fantasía, el país de los cuentos infantiles, el mundo imaginario de las grandes gestas y las hazañas memorables. A fuerza de realismo y de pragmatismo, a fuerza de positivismo romo, están dejando de soñar los seres humanos y la Nada va engullendo, inexorable, el reino legendario de Fantasía. Así nos va relatando Michael Ende esa fantástica historia que, precisamente por fantástica, no es sino una fiel descripción de nuestra ramplona realidad. Por fortuna, todavía nos queda un remedio para evitar la catástrofe total. La Emperatriz Infantil, la Señora del Reino de la Ilusión, ha pedido a Atreyu, el niño guerrero, que viaje hasta los confines de su reino y le traiga a un humano, capaz todavía de seguir soñando, capaz de mantener con vida el país de los sueños. Y Atreyu, el valeroso guerrero, recorre los caminos del cielo en su dragón volador, buscando un ser humano que salve a su señora y a su reino de las garras implacables de la Nada.

La narración -prosigue Ende la historia- ha llegado a su climax. Obligado a superar obstáculos sin cuento, Atreyu va a ser sometido a una prueba decisiva: ha de traspasar la Puerta del Espejo Mágico que le devolverá su propia imagen. Pero he aquí que, al intentar traspasarla, no es la imagen de Atreyu, sino la de Bastían la que queda reflejada en el cristal, porque él es el humano invitado a mantener con vida el Reino de Fantasía, él es el llamado a soñar para que no se desvanezca, engullido por la Nada, el país de la ilusión con su Señora de los Deseos, la de los Ojos Dorados. Y en ese punto del cuento el “metarrelato” se funde con el relato, y cada lector se sabe retado a asumir el papel de Atreyu, a soñar cuantas quimeras ocurrírsele puedan, a convertirse en protagonista de una historia que, por quedar en manos de cada posible lector, se convierte en una historia interminable. El Reino de Fantasía no tiene confines: no tiene más límites que los que los propios hombres queramos ponerle. La historia de Fantasía no tiene un final: no tiene más término que el que queramos darle.

Como al mundo del sueño le ocurre al mundo ético, en realidad tan poco alejado de él: que no tiene más confines, más límites ni más vida que los que cada uno de nosotros, todos nosotros, queramos darle. No tiene por protagonistas héroes legendarios, ni tampoco exclusivamente políticos, famosos de los medios de comunicación, personajes célebres del mundo de la imagen, sino que son sus creadoras cuantas personas -varones y mujeres- se empeñen en la empresa, en el quehacer compartido, de construir en serio un mundo más humano. Un mundo al que no puedan resultarle ajenos, sino muy suyos, ni los requerimientos del sufrimiento, ni las exigencias de la justicia, ni la aspiración a la felicidad. Si rehusamos ser los protagonistas de esta historia, podemos tener la certeza de que nadie la hará por nosotros, porque nadie puede hacerla. El viejo dicho de la sabiduría popular "nadie es insustituible" se hace una vez más falso, en el caso de la moral cívica: las personas de carne y hueso -los ciudadanos- somos insustituibles en la construcción de nuestro mundo moral, porque los agentes de moralización, los encargados de formular los juicios morales, de incorporarlos y transmitirlos a través de la educación, no son los políticos, ni los personajes del mundo de la imagen, ni los cantantes, ni el clero, ni los intelectuales, sino todas y cada una de las personas que formamos parte de una sociedad. Por eso puede decirse sin temor a errar que la moral de una sociedad civil -la moral cívica-, o la hacemos las "personas de la calle", o no se hará, y se disolverá en la Nada como el Reino de Fantasía.

Tiene, pues, esta moral -por así decirlo- algo de "fuenteovejunesca", porque no son los héroes de su trama los comendadores ni los reyes, que aparecen, como tales, en segundo plano, sino las gentes normales y corrientes. En sus manos -y no en otras- está convertirse realmente en un pueblo con ideales, ilusiones y esperanzas, o quedarse en una masa amorfa de átomos, que no de individuos, menos aún de personas. Tiempo ha se viene criticando a las democracias occidentales desde diversos sectores por ser en realidad "democracias de masas" y no "democracias de pueblos", lo cual significa que las componen individuos atomizados, indiferentes a sus conciudadanos, convencidos en último término de que la clave moral de sus sociedades la constituye un individualismo tolerante. Desde esta perspectiva, el individuo sería el centro de la organización social, pero un individuo que, ilustrado él, “progre” él, tolera generosamente que otros individuos piensen de forma diferente y no se empeña en imponerles su propios puntos de vista.

Obviamente, tras el espectacular fracaso de ese colectivismo de los países comunistas, que produjo en tales países, entre otras nefastas consecuencias, la eliminación de los individuos concretos, y frente al resurgimiento de la xenofobia y de los fundamentalismos religiosos o laicistas, un individualismo tolerante parece la máxima cota de moralidad que una sociedad puede alcanzar. Sin embargo, una tolerancia que nace del individualismo es más bien indiferencia, como más adelante veremos, y esto explica que sean las nuestras democracias de masas y no democracias de pueblos; democracias en las que, individuos cada vez más atomizados e indiferentes entre sí, más obsesionados por el afán de consumir, corren el riesgo de dejarse orientar, a la corta, por cualquier “cantamañanas” que parezca dar la imagen de guía, a la larga, por cualquier ideología fuerte suficientemente apoyada.

Urge, pues, pasar del "estado de masa" al "estado de pueblo". Pero para eso -y ésta será la tesis central del presente libro- hace falta encarnar vitalmente esa ética por la que las personas nos empeñamos en serio en crear juntos un mundo más humano, para lo cual no bastará en absoluto un individualismo tolerante, sino que hará falta mucho más. Lo primero, tomar clara conciencia de que somos nosotros los protagonistas de nuestra vida común, los que hemos de elegir entre construir un pueblo o quedar en masa disgregada. Por eso, abrir las páginas de un libro sobre “Etica de la sociedad civil es como empezar a leer “La historia interminable de Michael Ende, ya que el lector, quiéralo o no, se convierte desde el comienzo en protagonista. Es a él, y no a extrañas personas, a quien sucede lo que su contenido narra, es a él, y no a terceros (políticos, famosos, intelectuales), a quien incumbe salvar el Reino de Fantasía -el reino moral- o dejar que lo devore la Nada.

Conviene, pues, desde el comienzo de la lectura poner el respaldo de la silla en posición vertical, plegar las mesitas -como dice la azafata antes de despegar los aviones- y saber que vamos a tener que enfrentarnos juntos a los peligros que se nos avecinen. Que el lector fume o no durante el vuelo, incluso que fume en los lavabos, es cosa totalmente suya, porque ya resulta un poco cargante esa obsesión de encerrar a los fumadores en reservas, como las de los indios norteamericanos: asientos para fumadores, habitaciones para fumadores, cementerios para fumadores. Sólo nos faltaría escribir libros para fumadores y para no fumadores. Conste que quien esto escribe dejó de fumar hace años y no le afectan directamente las virulentas campañas dirigidas contra los fumadores, pero resulta deprimente esta paupérrima reducción de la moral civil a minucias como la manía "anti-fumador" y similares, que son propias de un primer mundo histérico ya de puro envejecimiento. Los problemas morales, los hondos problemas morales son muy otros, y a enfrentar algunos de ellos queremos dedicar este libro. Aunque, como es lógico, irán surgiendo espontáneamente al hilo de la exposición, vamos a ordenarlos fundamentalmente alrededor de cuatro cuestiones:

1) ¿Quién está legitimado en una sociedad pluralista para enjuiciar en qué consiste ese mundo más humano al que urge aspirar?

2) ¿Es posible encontrar respuestas comunes a todos los ciudadanos de una sociedad pluralista, en las que sea preciso educar?

3) En el caso de que la anterior respuesta fuera afirmativa, ¿cuál sería ese contenido compartido que debe transmitirse a través de la educación?

4) Y por último, ¿es posible conciliar las aportaciones de una moral cívica, propia de una sociedad pluralista, con las de una moral creyente?

Para intentar responder a estas preguntas adoptaremos una perspectiva fundamentalmente ética, entendiendo por "ética" una cierta "filosofía moral"; lo cual comporta una serie de compromisos racionales a los que no renunciamos, sino que desde el comienzo aceptamos con gusto.

Recordemos que la filosofía no sólo tiene por objeto reflexionar sobre el arte (estética), la religión (filosofía de la religión), las ciencias y las tecnologías (filosofía de la ciencia y la tecnología), la política (filosofía política) o el derecho (filosofía del derecho), sino también sobre la moral, en cuyo caso recibe el nombre de filosofía moral o ética. Y una de las misiones de la ética consiste hoy en intentar aclarar en qué consiste ese fenómeno de la moral cívica, que no es una moral individual ni tampoco una moral religiosa, no depende de una determinada ideología política ni se deja reducir al derecho, y, sin embargo, resulta imprescindible para construir una sociedad, cuando menos, justa.