jueves, enero 12, 2006

Sin valores es imposible el cambio

P. Gregorio Iriarte
Teólogo y sacerdote OMI


Nos lo dicen, no sólo los textos de ética, sino también la propia experiencia socio-política: sin valores es imposible un auténtico cambio, una verdadera revolución institucional. A lo sumo, se lograrán, con buena voluntad, logros reformistas, sin duda muy positivos, y hasta necesarios, pero totalmente insuficientes para configurar el ideal transformador con el que, actualmente, sueña nuestra sociedad y el nuevo Gobierno.

Nuestro pueblo ha votado por el cambio, no sólo por mejorar algunos parámetros de nuestra realidad económica, social y política. Ese gran ideal no es ya una mera opción deseable: es una exigencia ineludible que nace de la voluntad soberana del pueblo. El pueblo votó por el cambio, un cambio en profundidad.

Toda verdadera revolución es siempre una revolución moral. Si, por el contrario, los objetivos éticos y sus valores no están claramente formulados, o se los ha traicionado en el ejercicio del poder, esos proyectos socio- políticos terminan siempre en el fracaso.

La gran revolución impulsada en Bolivia el año 1952 por el MNR, fracasó porque no estaba asentada sobre fundamentos éticos. Lo mismo pasó con la revolución mexicana, con el sandinismo y últimamente, es lo que está sucediendo con el PT de Lula en Brasil. Como ejemplo, quizás el más impactante en la historia de los pueblos, lo tenemos en la caída del Imperio Romano. No fue ningún poderoso ejército quien derrotó a ese pueblo que todo lo dominaba. El gran Imperio se vino abajo a causa de una total degeneración moral interna. Ellos mismo fueron la causa de su absoluta derrota.

Todos los movimientos transformadores, a lo largo de la historia, han comenzado siempre por plantearse y dar vida a un pensamiento revolucionario plasmado después en cambios substanciales.

Frente a la terrible crisis de valores que afecta a todos los estamentos de nuestra sociedad, hay que plantearse las exigencias de un verdadero rearme moral y diseñar, para ello, estrategias conducentes a un cambio en la escala de valores. Si no fuera así, no lograremos superar el mero reformismo, ni siquiera garantizar la futura estabilidad y gobernabilidad. La opinión pública de Bolivia pide un cambio real y es ese el mensaje más claro y contundente que nos han dejado las elecciones nacionales.

Se dice y se piensa que hay que acabar con el modelo neo-liberal vigente, pero para ello es de absoluta necesidad comenzar por cambiar los antivalores que lo sustentan. El neo-liberalismo es un modelo aplazado, totalmente, en ética: no parte, ni se basa en valores humanos, antepone el dinero a la persona, el capital al trabajo y el crecimiento económico a la calidad de vida de toda la población. Busca la concentración del dinero y no la equidad, la rentabilidad y no la justicia social. Pregona el individualismo frente a las exigencias de la solidaridad, privilegia a los sectores competitivos mientras hunde en la pobreza y en la exclusión social a quienes no pueden competir. Es un modelo profundamente anti-democrático y anti-humano y anti-cristiano. No podremos corregir las consecuencias desastrosas del modelo, sin desechar la ideología y los falso valores que lo sustentan.

El gran desafío y la mayor dificultad está en que esos anti-valores que caracterizan a la esencia misma del modelo neo-liberal, están muy presentes en todas nuestras instituciones, y aún nos atreveríamos a decir, en el corazón de la gran mayoría de las personas. Veamos: el economicismo domina las relaciones comerciales; importa más el tener que el ser; la apariencia vale más que la realidad; el consumismo y el éxito individualista se imponen sobre los proyectos comunitarios y de solidaridad. Nuestra juventud, sobre todo, ha ido perdiendo su propia identidad, mientras los falsos modelos de la TV, los encandilan y los desarraigan...

Ahora, podemos preguntarnos ¿cuál es el cambio que nuestro pueblo quiere? Debemos aceptar el que el pueblo exige la recuperación plena de los hidrocarburos por parte del Estado, así como la erradicación de la pobreza, y el logro del pleno empleo; desea mejorar radicalmente los índices de salud pública y de educación; quiere una distribución más equitativa del ingreso, mejoras salariales significativas, destierro de la discriminación y la exclusión social y una justa la redistribución de la tierra…

Podríamos continuar con este listado de legítimas y necesarias conquistas sociales que hay que alcanzar, sin embargo, todos esos grandes objetivos socio-económicos pueden ser tergiversados y hasta anulados por la corrupción imperante, que todo lo desvirtúa y lo corroe. Ese gran horizonte de reformas no llegarán a constituirse en un en verdadero cambio si seguimos con el cueteo, el prebendalismo político, el nepotismo, los padrinazgos, los negociados, el robo, la inseguridad ciudadana, el espíritu gremialista, corporativista, regionalista, divisionista…etc.

Si no se avanza en la vivencia de los valores tradicionales de nuestro pueblo, en la fraternidad, en la justicia, en la equidad, en la solidaridad, en el respeto a la vida y los derechos de las personas, …. no se habrá logrado el cambio que el pueblo exige y lo ha expresado a través de su voto eleccionario.

Necesitamos una auténtica revolución moral de las conciencias y de las instituciones. Necesitamos una verdadera metamorfosis de los espíritus. El pueblo no quiere cambios que nada cambian. La revolución de la que nos habla en nuevo Gobierno o será moral o no será nada.

jueves, enero 05, 2006

«Carta inacabada» del hermano Roger de Taizé

http://www.taize.fr/es_article2983.html

[Más de 50 mil jóvenes provenientes de muchos rincones participaron en el 28vo Encuentro Taizé, del 28 de diciembre de 2005 al 1 de enero de 2006, en Milán al norte de Italia. Es una «Carta inacabada» construida a partir de temas y reflexiones del Hermano Roger, quien fue muerto la noche del 16 de agosto del año pasado. Es una «Carta inacabada» pues "cada uno podrá buscar cómo acabarla en su propia vida".]



«Os dejo la paz, mi paz os doy» [1]: ¿Cuál es esta paz que Dios da?

Una paz interior es, ante todo, una paz del corazón. Es la que nos permite llevar una mirada de esperanza sobre el mundo, incluso cuando está desgarrado por la violencia y los conflictos.

Esta paz de Dios es también un apoyo para que podamos contribuir, muy humildemente, a construir la paz allí donde está amenazada.

Una paz mundial es tan urgente para aligerar los sufrimientos, en particular para que los niños de hoy y de mañana no conozcan la angustia y la inseguridad.

En su Evangelio, con una fulgurante intuición, san Juan expresa en tres palabras quién es Dios: «Dios es amor» [2]. Si comprendiéramos solamente estas tres palabras, iríamos lejos, muy lejos.

¿Qué es lo que nos cautiva de estas palabras? Encontrar en ellas esta luminosa certeza: Dios ha enviado a Cristo sobre la tierra no para condenar a nadie, sino para que todo ser humano se sepa amado y pueda encontrar un camino de comunión con Dios.

¿Por qué hay a quienes les sobrecoge el asombro de un amor y se reconocen amados, incluso colmados? ¿Y por qué otros, sin embargo, tienen la impresión de ser poco tomados en cuenta?

Si cada uno comprendiese: Dios nos acompaña hasta en nuestras insondables soledades. A cada uno le dice: «Tu cuentas mucho a mis ojos, tu eres precioso para mí, y te amo» [3]. Sí, Dios no puede más que dar su amor, ahí está el todo del Evangelio.

Lo que Dios nos pide y nos ofrece, es acoger sencillamente su infinita misericordia.

Que Dios nos ama es una realidad a veces poco accesible. Pero cuando descubrimos que su amor es ante todo perdón, nuestro corazón se apacigua e incluso se transforma.

Y henos aquí capaces de olvidar en Dios lo que acosa al corazón: he ahí una fuente donde reencontrar la frescura de un impulso.

¿Lo sabemos suficientemente? Dios nos entrega una confianza tal, que tiene para cada uno de nosotros una llamada. ¿Cuál es esta llamada? Él nos invita a amar como él nos ama. Y no hay amor más profundo que ir hasta el don de sí, por Dios y por los otros.

Quien vive de Dios elige amar. Y un corazón decidido a amar puede irradiar una bondad sin límites [4].

Para quien busca amar en la confianza, la vida se llena de una belleza serena.

Quien elige amar y decirlo con su propia vida es llevado a interrogarse sobre una de las cuestiones más fuertes que existen: ¿cómo aliviar las penas y los tormentos de los que están cerca o lejos?

¿Pero qué es amar? ¿Será compartir los sufrimientos de los más maltratados? Sí, es esto.

¿Será tener una infinita bondad de corazón y olvidarse de sí mismo por los otros, con desinterés? Sí, ciertamente.

Y aún más: ¿qué es amar? Amar es perdonar, vivir reconciliados [5]. Y reconciliarse es siempre una primavera del alma.

En el pequeño pueblo de montaña en el que nací, vivía muy cerca de nuestra casa una familia numerosa, muy pobre. La madre había muerto. Uno de los hijos, un poco más joven que yo, venía a menudo a nuestra casa, amaba a mi madre como si fuera la suya. Un día, supo que iban a marcharse del pueblo y, para él, irse no era fácil. ¿Cómo consolar a un niño de cinco o seis años? Era como si no tuviera la perspectiva necesaria para interpretar tal separación.

Poco antes de su muerte, Cristo asegura a los suyos que recibirán un consolador: les enviará el Espíritu Santo que será para ellos un apoyo y un consuelo, que permanecerá siempre con ellos [6].

En el corazón de cada uno, aún hoy susurra: «No te dejaré nunca solo, te enviaré al Espíritu Santo. Incluso si estás en lo hondo de la desesperación, me tienes cerca de ti».

Acoger el consuelo del Espíritu Santo es buscar, en el silencio y la paz, abandonarnos en él. Entonces, incluso si se producen graves acontecimientos, se hace posible superarlos.

¿Somos tan frágiles que tenemos necesidad de consolación?

A todos nos llega el ser sacudidos por una prueba personal o por el sufrimiento de otros. Esto puede llevar incluso a estremecer la fe y que se apague la esperanza. Reencontrar la confianza de la fe y la paz del corazón supone a veces ser pacientes con uno mismo.

Hay una pena que marca particularmente: la muerte de alguien cercano, de alguien que necesitamos para caminar sobre la tierra. Pero he aquí que una prueba tal puede conocer una transfiguración, entonces ella abre a una comunión.

A quien está en los límites de la pena, una alegría de Evangelio puede serle entregada. Dios viene a iluminar el misterio del dolor humano hasta el punto de acogernos en una intimidad con él.

Entonces somos situados en un camino de esperanza. Dios no nos deja solos. Nos da avanzar hacia una comunión, esta comunión de amor que es la Iglesia, a la vez tan misteriosa y tan indispensable …

El Cristo de comunión [7] nos hace este inmenso don de la consolación.

En la medida en que la Iglesia llega a ser capaz de aportar la curación del corazón comunicando el perdón, la compasión, hace más accesible una plenitud de comunión con Cristo.

Cuando la Iglesia está atenta a amar y a comprender el misterio de todo ser humano, cuando escucha incansablemente, consuela y cura, llega a ser aquello que es en lo más luminoso de sí misma: limpio reflejo de una comunión.

Buscar la reconciliación y la paz supone una lucha al interior de sí mismo. Esto no es un camino de facilidad. Nada durable se construye en la facilidad. El espíritu de comunión no es ingenuo, es ensanchamiento del corazón, profunda bondad, no escucha las sospechas.

Para ser portadores de comunión, ¿avanzaremos, en cada una de nuestras vidas, por el camino de la confianza y una bondad de corazón siempre renovada?

Sobre este camino, habrá a menudo fracasos. Entonces, acordémonos de que la fuente de la paz y la comunión están en Dios. En vez de desanimarnos, invocaremos al Espíritu Santo sobre nuestras fragilidades.

Y, a lo largo de toda la existencia, el Espíritu Santo nos concederá reemprender la ruta e ir, de comienzo en comienzo, hacia un porvenir de paz [8].

En la medida en que nuestra comunidad cree en la familia humana posibilidades para ensanchar…

Hermano Roger


Notas:

[1] Juan 14,27.

[2] I Juan 4,8.

[3] Isaías 43,4.

[4] En la apertura del concilio de los jóvenes, en 1974, hermano Roger había dicho: «Sin amor, ¿para qué existir? ¿Por qué seguir viviendo? ¿Con qué fin? Ahí está el sentido de nuestra vida : ser amados siempre, hasta la eternidad, para que también nosotros, vayamos hasta morir de amor. Sí, feliz quien muere de amar.» Morir de amar quiere decir, para él, amar hasta el extremo.

[5] «Vivir reconciliados»: en su libro, «¿Presientes una felicidad?», publicado quince días antes de su muerte, el hermano Roger ha explicado una vez más lo que estas palabras significan para él: «¿Puedo decir aquí que mi abuela materna descubrió intuitivamente como una clave de la vocación ecuménica y que ella me abrió una vía de concreción? Después de la Primera Guerra mundial, ella estaba habitada por el deseo de que nadie tuviera que revivir lo que ella había vivido: cristianos combatiendo una guerra en Europa, que al menos los cristianos se reconcilien para tratar de impedir una nueva guerra, pensaba ella. Ella tenía antiguas raíces evangélicas pero, cumpliendo en ella misma una reconciliación, se puso en camino a la iglesia católica, sin por ello manifestar una ruptura con los suyos. Marcado por el testimonio de su vida, y todavía joven, encontré en su seguimiento mi propia identidad de cristiano al reconciliar en mí la fe de mis orígenes con el misterio de la fe católica, sin ruptura de comunión con nadie.»

[6] Juan 14,18 y 16,7.

[7] El «Cristo de comunión»: hermano Roger utilizó ya esta expresión cuando acogió al papa Juan Pablo II en Taizé el 5 de octubre de 1986:«Con mis hermanos, nuestra espera cotidiana es que cada joven descubra a Cristo; no al Cristo tomado aisladamente sino al «Cristo de comunión» presente en plenitud en este misterio de comunión que es su Cuerpo, la Iglesia. Allí tantos jóvenes pueden encontrar dónde comprometer su vida entera, hasta el extremo. Allí tienen todo lo necesario para convertirse en creadores de confianza, de reconciliación, no solo entre ellos, sino con todas las generaciones, desde los más ancianos hasta los niños. En nuestra comunidad de Taizé, seguir al «Cristo de comunión», es como un fuego que nos quema. Iríamos hasta el extremo del mundo para buscar caminos, para pedir, llamar, suplicar si fuera preciso, pero jamás desde fuera, sino siempre manteniéndonos al interior de esta comunión única que es la Iglesia.»

[8] Estos últimos cuatro párrafos transcriben las palabras que el hermano Roger dijo al final del encuentro europeo de Lisboa, en diciembre de 2004. Son las últimas palabras que pronunció públicamente.

lunes, enero 02, 2006

Carta de la Tierra: ¿nuevo reencantamiento?

Leonardo Boff
Teólogo


De todos es conocido que la sociedad mundial vive en el centro de una inconmensuarable crisis de sentido y de falta de rumbo histórico. No sabemos hacia dónde vamos. Los sueños y las utopías han muerto, lo que ha dejado a las sociedades y a las personas sin suelo en el que hacer pie. Estamos siendo entregados al sistema económico dominante, que todo lo convierte en mercancía y sólo se rige por la competición feroz, y no por lazos de cooperación.

Hay dos pensadores que nos ayudan a entender esta crisis: Max Weber y Friedrich Nietzsche. Para Weber la sociedad moderna se caracteriza por el proceso de secularización por el desencantamiento del mundo. No es que hayan desaparecido, que están ahí, e incluso retornan con un renovado fervor. Pero ya no son el lo que produce la cohesión social. Ahora predominan la producción y la función, y no tanto el valor y el sentido. El mundo ha perdido su encanto. Nietzsche, por su parte, anunció la muerte de Dios. Pero hay que entender bien a Nietzsche, que no dice Dios murió, sino que nosotros lo hemos matado. O sea: Dios está socialmente muerto. Ya no se hace comunidad ni se fundamenta la cohesión en su nombre.

Por miles de años la religión ha sido la que re-ligaba a las personas y creaba el nexo social. Ahora ya no. Eso no significa que ahora impere el ateísmo. Lo opuesto a la religión no es el ateísmo, sino la ruptura y la quiebra de la relación. Hoy vivimos colectivamente rotos por dentro y desamparados. Prácticamente nada nos invita a vivir juntos y a construir un sueño común. Sin embargo, la humanidad necesita algo que le confiera un sentido para vivir y que le proporcione una imagen coherente de sí misma y una esperanza para el futuro.

Es en este contexto de ideas en el que debe ser mirada la Carta de la Tierra, documento nacido de las bases de la humanidad. Ya ha sido asumida por la UNESCO en el año 2000, y la idea es que sea incorporada por la ONU a la Declaración de los Derechos Humanos. La Carta de la Tierra reúne un conjunto de visiones, valores y principios que pueden reencantar la sociedad mundial. Pone en el centro a la comunidad de vida a la que pertenecen la Tierra y la Humanidad, que son momentos del universo en evolución. Todos los problemas son vistos como interdependientes: los ambientales, los sociales, los económicos, los culturales y los espirituales, obligándonos a forjar soluciones incluyentes.

El desafío que la situación actual del mundo nos impone es éste, según la Carta: o formar una alianza mundial para cuidar de la Tierra y unos de los otros, o correr el riesgo de nuestra destrucción y de la devastación de la diversidad de la vida.

Dos principios apuntan a viabilizar esta alianza: la sostenibilidad y el cuidado. La primera se alcanza cuando usamos con respeto y racionalidad los recursos naturales, pensando también en las futuras generaciones. Y el cuidado es un comportamiento benévolo, respetuoso y no agresivo hacia la naturaleza, que permite regenerar lo devastado y cuidar celosamente de aquello que todavía queda de la naturaleza, de la cual somos parte y con la que compartimos un destino común.

Estos dos principios fundan, como dice la Carta de la Tierra, un modo de vida sostenible. Hacen posible un desarrollo que tenga en cuenta las necesidades de todos los seres vivos y al mismo tiempo garantice la integridad y la capacidad de regeneración de la naturaleza.

Debemos vivir con un sentido de responsabilidad universal. El futuro de la Tierra y de la Humanidad está ahora en nuestras manos.