viernes, marzo 24, 2006

Carta a Monseñor Romero
“No se olviden que somos hombres”

Jon Sobrino, si
El Salvador


Querido Monseñor:

Pocos días antes de tu martirio esto es lo que respondiste a un periodista que te preguntaba cómo ser solidarios con el pueblo salvadoreño: “que no se olviden que somos hombres, y aquí están muriendo, huyendo, refugiándose en las montañas”. Recuerdo bien estas palabras, porque cada vez me parecen más necesarias.


La ultimidad del sufrimiento

Fueron una genialidad de las que ya no se oyen. Sólo se les ocurre a quienes no se contentan con repetir obviedades, sino a los lúcidos, a los misericordiosos, que se dejan remover en las entrañas por el sufrimiento de estos pueblos, a los creyentes de verdad, que ven en los cuerpos destrozados el cuerpo del mismo Dios.

Monseñor, tocaste fondo. Con buen sentido, también dijiste cosas concretas: “el que tenga fe en la oración, que sepa que es una fuerza que ahora se necesita mucho aquí... Y en el aspecto material, aquí hay mucho dónde emplear dinero”. Pero lo fundamental es que nos remitiste a “lo último”, a aquello más allá de lo cual no se puede ir. Y eso no es frecuente. Lo normal es quedamos en “lo penúltimo”, en aquello que podemos controlar sin ser controlados.

No sé si el periodista quedó satisfecho. Pero sin decir nada, lo dijiste todo; y sin exigir nada, lo exigiste todo. “No se olviden que somos seres humanos. No pasemos de largo ante el sufrimiento de los seres humanos”. A tu modo, y sin saberlo, te adelantabas a la intuición de un gran teólogo de nuestros días, Juan Bautista Metz. Pensando en cómo ha cambiado el cristianismo y cómo hay que volver a lo fundamental suele decir: “El cristianismo, de una religión sensible al sufrimiento, se convirtió cada vez más en una religión sensible al pecado. Su mirada no se dirigió primero al sufrimiento de la criatura, sino a su culpa. Esto entumecía la sensibilidad por el sufrimiento ajeno y oscurecía la visión bíblica de la justicia de Dios que, después de Jesús, había de valer para toda hambre y sed”. Las palabras pueden extrañar, pero nos recuerdan lo fundamental de Jesús, y recalcan con gran fuerza lo que tú decías: “Una cosa les pido: no se olviden de los hombres y mujeres sufrientes de nuestro pueblo”.

Hoy, años después, te seguimos echando en falta, Monseñor, por muchas cosas. Yo en lo personal, por tu clarividencia y audacia en decir cosas últimas como ésta. Líderes, políticos, profesionales, ideólogos, hablamos y analizamos muchísimas cosas, pero cuesta dar el paso y llegar a lo último: cómo está lo humano entre nosotros, y preguntarnos si vamos bien o vamos mal en lo humano. Parece veleidad superflua dedicar tiempo a pensar y construir “lo humano” -mientras dedicamos tiempos y recursos infinitos a otras cosas. Menciono algunas que pueden ser necesarias y buenas: cómo producir más y ser competitivos, cómo facilitar diversión y esparcimiento, y otras no tan buenas: cómo acercarnos a las maravillas que vienen del norte, como si esto ya garantizase vivir cada uno y unos con otros “humanamente”. Poner lo humano en el centro de interés no dejaría de ser una cursilería, tolerable en el ámbito de lo privado, pero risible en el ámbito público y del poder.

Y lo peor es que, al desaparecer lo humano, se olvida, como tú decías, Monseñor, a los pobres de este mundo. Y de ninguna manera los ponemos en el centro. No nos preguntamos qué hay que hacer por ellos, y menos aún nos preguntamos qué salvación nos pueden dar ellos a nosotros. La civilización de la pobreza, que decía Ellacuría, tantas veces citada, y otras tantas ignorada y despreciada, es lo que en definitiva nos va a salvar. Pero no hacemos caso. Buscamos salvación en bienes y recursos, pero no en lo humano, y menos en lo humano de los pobres. Y así nos va. Si ignoramos lo humano, tarde o temprano todo se viene abajo, e incluso las cosas buenas degeneran.


Humanizar la humanidad

El periodista, por ejemplo, te preguntaba qué solidaridad podría ayudar, y mencionó la ayuda económica y la oración, cosas buenas, ambas, por supuesto. Pero si nos olvidamos de que son seres humanos sufrientes los que la necesitan, la solidaridad degenera, la ayuda languidece y la cooperación internacional termina siendo pensada y llevada a cabo en provecho propio -cuando no se convierte en instrumento de dominación, tal como ocurre con frecuencia. Sin poner a los “seres humanos en el centro”, la solidaridad no humaniza a los que “dan”. Suele, más bien, deshumanizarlos, haciendo que se sientan buenos, superiores, maestros que vienen del mundo civilizado. Y sin poner a los “seres humanos en el centro” no perciben aquéllos cuánto pueden recibir de los pobres, sus valores, su dolor, su esperanza, hasta su gozo. “Santidad primordial” la hemos llamado. Hablar de ayuda que deshumaniza, puede parecer ingratitud o mal gusto, pero ocurre siempre que se olvida que “son hombres”. Hay que planificarla, sí, pero sobre todo hay que humanizarla.

¿Y la oración de la que habla el periodista y tanto nos repiten desde muchas instancias? Evidentemente es cosa buena, pero puede caer en palabrería, en el fatigare deos de los romanos, y en coartada para no luchar contra los dioses que generan las víctimas a las que la solidaridad debe aliviar. Sin tener en cuenta a esas víctimas, lo del Magnificat, “derribó del trono a los poderosos y ensalzó a los humildes”, lo cantaremos al son de guitarras o en polifonía exquisita, pero no sale del corazón y no llega al corazón de Dios.

Bien lo sabes y bien nos lo dijiste, Monseñor. También la religiosidad puede pervertirse. Ahora nos lo advierte tu hermano Casaldáliga: “De la misma fe cristiana se está haciendo un recetario de milagros y prosperidades, refugio espiritualista ante el mal y el sufrimiento y un substitutivo de la corresponsabilidad, personal y comunitaria, en la transformación de la sociedad”. Y eso, Monseñor, no se arregla sólo con mejores planes pastorales o clases de teología. Se le pone remedio volviéndonos a los clamores de lo humano, como los que escuchaba Dios en Egipto y le hizo salirse de si mismo para liberar a esclavos. Y volviéndonos a la bondad y la fe de los humanos, como las de la siriofenicia que cautivó a Jesús.

Y quiero mencionar una tercera cosa: la democracia. Es mejor que las dictaduras y la seguridad nacional que hemos padecido, evidentemente. Pero también necesita sanación, y urgentemente. Si es ir a las urnas, y después de las urnas no hay cambios de vida para los pobres de siempre -y nada digamos cuando hay fraude-; si es proclamar derechos humanos, sin que los pobres tengan acceso a justicia y dignidad; si es vanagloriarse de la libertad de expresión, sin que los pobres puedan hacer uso de ella, peor si no va acompañada de voluntad de verdad, y todavía peor si aquélla sirve para encubrir la negación de ésta; si se reduce a soflamas de igualdad ante la ley, sin crear mínimas condiciones materiales para que esto sea posible… Si en el concierto de las naciones veneramos y servimos a imperios -hoy, la democracia de Estados Unidos-, que impone guerras, controla el comercio en provecho propio y en contra de los pobres, gestiona una globalización que no es tal, pues los excluye y los distancia cada vez más de los países de abundancia... Entonces democracia puede ser flatus vocis o sarcasmo. Para las mayorías “igualdad, libertad, fraternidad” son papel mojado. La conclusión es que no basta con democratizar la democracia, sino que hay que humanizarla. Y eso comienza por no otorgar a ella ultimidad última, ciertamente no en la práctica, pero ni siquiera en teoría, sino a los seres humanos.

Ya ves, Monseñor, que hablo de cosas buenas, solidaridad, religiosidad, democracia, pero muchas veces no funcionan y generan males. No hay que sorprenderse, pues son producto de nuestras manos. Pero pienso que no acaba de interesar que funcionen bien, pues no tomamos en serio lo que está detrás de todas esas cosas, lo que las fundamenta y las pone en la dirección correcta: “los seres humanos”, sobre todo “los que están muriendo, huyendo, refugiándose en las montañas”.

Lo que ocurre, Monseñor, es que ponemos barreras para no enfrentarnos con ellos. A veces las ponemos con malas artes, pero otras veces usamos cosas buenas y necesarias, pero en definitiva para defendemos de ellos. Buena es la economía, la democracia, muchas formas de religión, pero cuántas veces sirven para olvidar y ocultar a millones de hombres y mujeres que son lo realmente último. Ese olvido de lo humano es principio fundamental de deshumanización.


El Dios garante de lo humano

Monseñor, bien sabes cómo lo decía Jesús: “el sábado es para el hombre, y no el hombre para el sábado“. Hoy hay que traducirlo: la democracia y la religión, la solidaridad y la cooperación internacional, los medios de comunicación y las instituciones del saber son para el hombre, y no al revés. Son sobre todo para esos 800 millones que pasan hambre cruel y para los 2,300 millones que tienen que vivir con dos dólares al día. Y no ocurre con facilidad.

No hay que dar por supuesto que nuestros “sábados” no son barreras que nos impiden ver a seres humanos en su realidad concreta. Invertimos cifras que desafían a la imaginación en el buen vivir y el éxito; también invertimos en mentir y encubrir, en armas, guerras, destrucción y muerte. Pero si me permites una palabra que suena a ridiculez, el imperio y “la comunidad internacional” no invierten en bondad, compasión, verdad -aunque dediquen algunos recursos y algunos lo hacen con buena voluntad, a cosas buenas. No invertimos en ética, en esperanza, en el gozo de ser familia humana -y hablo de “invertir” porque es el lenguaje que mejor se entiende hoy. Y lo humano se nos escapa como agua entre las manos.

¿Hay mucho de humano en este mundo, Monseñor? Sí lo hay. No abunda entre los responsables que debieran crear un mundo más humano. Pero, como la semilla del evangelio, vive y crece en mucha gente sencilla, que trabaja y lucha por vivir, que mantiene esperanza y el gozo de la vida. También entre solidarios y voluntarios, intelectuales y profesionales honrados que ponen la ciencia al servicio de la vida, y no al revés. Todos ellos, aun sin saberlo, reproducen muchas de las cosas que nos pedía Pablo, y que tú ejemplificaste: honradez sin componendas, verdad sin acomodos, firmeza sin prepotencia, amor sin fingimiento, y “llevarnos unos a otros”, combatiendo el mal con el bien. Es lo humano.

Monseñor, tú no sólo hablaste de lo humano sino que lo viviste. Por eso, nuestros hermanos anglicanos te han puesto en la fachada de la Catedral de Westminster, en Londres. Al verte muchos pueden encontrar alivio y esperanza, pueden mostrar agradecimiento y pueden tener ánimo para la conversión. Bien estás en Westminster mirándonos a todos. Contigo Cristo volvió a “poner su tienda entre nosotros”.

Y una breve palabra final. Tu invitación y exigencia a “no olvidar a los seres humanos” es como un reverbero de esta otra, que te salió de lo más profundo de tu ser: “Ningún hombre se conoce mientras no se haya encontrado con Dios... ¡Quién me diera, queridos hermanos, que el fruto de esta predicación fuera que cada uno de nosotros fuéramos a encontrarnos con Dios y que viviéramos la alegría de su majestad y de nuestra pequeñez!”.

Dos ultimidades tuviste Monseñor: los pobres y Dios. Ambas se remitían mutuamente, y lo elevaste a teología. Decía bellamente san Ireneo: “la gloria de Dios es el hombre que vive”. Entre los pobres tú lo dijiste de forma todavía más cristiana: “la gloria de Dios es el pobre que vive”.

Te pedimos, Monseñor, que no olvidemos lo humano, a hombres y mujeres, los pobres sobre todo que son camino a Dios. Y que no olvidemos a Dios, defensa del pobre y garantía de lo humano. Así aportaremos, aunque sea un poco, a humanizar la humanidad. Y termino con unas palabras de Casaldáliga en estos días:

“La más esencial tarea de la Humanidad es la tarea de humanizarse. Humanizar la Humanidad es la misión de todos, de todas, de cada uno y cada una de nosotros. La ciencia, la técnica, el progreso, solamente son dignos de nuestro pensamiento y de nuestras manos si nos humanizan más. Frente a ciertos jactanciosos progresos, las estadísticas anuales de ese profeta laico que es el PNUD deberían provocarnos una indignada vergüenza... No se humaniza la humanidad con máquinas y formulaciones (útiles en su tiempo y a su debido modo), sino con la aproximación humana de cada uno y cada una, de cada persona y de cada pueblo. Humanizar la Humanidad practicando la proximidad”.

21 de marzo, 2006.

lunes, marzo 20, 2006

Desertificación, agua...y un debate de sociedad

Sergio Ferrari
periodista


- 2006 Año internacional de los desiertos y la desertificación
- La desertificación es mucho más que un simple arenal infinito…
- El agua y un debate de “civilización”

Temática poco mediatizada, menos “espectacular” que otras calamidades ambientales, sin embargo la desertificación creciente – al igual que la disminución acelerada de las reservas de agua potable- se ancla en el centro mismo del debate de sociedad. Ya que toca el presente y el futuro, la vida y la muerte, la viabilidad o la inviabilidad de la “casa común” llamada tierra.

A causa de ese “flagelo ambiental”, en los próximos 20 años podrían desaparecer dos terceras partes (66 %) de las tierras aptas para el cultivo de África; 30 % de las de Asia y un 20 % de las de América Latina.

Según estimaciones de las Naciones Unidas, la desertificación reduce la fertilidad del suelo del planeta y provoca pérdidas de productividad que en algunas regiones pueden alcanzar el 50 %. Adicionalmente, amenaza la cuarta parte de las tierras totales del planeta así como la subsistencia de más de 1.000 millones de seres humanos en 100 países. Atenta contra el equilibrio macro-ecológico global – especies animales y vegetales que desaparecen- y presiona a comunidades enteras – en 2004 se hablaba de 135 millones de personas- que podrían verse obligadas a abandonar sus tierras a corto y mediano plazo.

Las consecuencias humanas de tal fenómeno van más allá de la simple radiografía productiva. Agrava la ya de por sí debilitada seguridad alimenticia; acrecienta el efecto del hambre y la pobreza; se perfila como fuente adicional de tensiones sociales, políticas y militares…factores todos que en un circuito infernal y cerrado provocarán, a su vez, más y más degradación ambiental. Un verdadero callejón sin salida…

Hablar el mismo lenguaje

El reflejo semántico a veces engaña. Si se asocia desertificación a desiertos, se puede llegar a un concepto un tanto simplista e imaginarlo como el aumento de arenas que fagocitan más tajadas de la gran geografía mundial. Más arena, más desiertos…casi como resultado mecánico o natural de un aumento de la erosión que vive la tierra resultado de las aguas torrenciales que lavan todo o de los vientos agresivos y su poder destructivo.

En términos más científicos, según una definición de los años noventa del Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente, la desertificación no se refiere a un aumento de los desiertos. Sino que consiste en la degradación de las tierras áridas, semiáridas y las zonas sub húmedas y secas. Que tiene como causas variaciones climáticas, pero –y por sobre todo- actividades humanas tales como el cultivo o el pastoreo excesivo; la deforestación - generalmente movida por grandes intereses económicos-; y la falta de riego. La devastación simple y pura de regiones enteras para introducir ciertos monocultivos, como en su momento el algodón y hoy la soya o los árboles para celulosa. O para la instalación de grandes complejos turísticos, son también co-responsables.

Tras la desertificación, entonces, una serie de conceptos-causas de fondo: la responsabilidad de los grupos humanos (y los poderes económicos) en las zonas amenazadas, así como un cuestionamiento a la idea misma de productividad como motor del desarrollo.

Una amenaza para Norte y Sur

Si bien las consecuencias principales de tal fenómeno las pagarían los países del Sur, no es una temática “restringida” a éstos. Un estudio de Ecologistas en Acción de España, publicado a mediados del 2004, indicaba que ese país se encuentra a la cabeza de las naciones desarrolladas afectadas por la desertificación. Señala que siete provincias presentan niveles de erosión por encima del 90 % de sus superficies y subraya que el origen principal de esa erosión se debe a malas prácticas de la agricultura. Concretamente, enfatiza el documento, 75 % de la erosión se produce en suelos agrícolas, mientras que éstos –paradójicamente- representan sólo un 40 % de la superficie total.

El informe español analiza otras causas, como la explotación desmesurada de los recursos hídricos; la pérdida de la cubierta vegetal a causa de repetidos incendios forestales y la concentración de la actividad económica en zonas costeras consecuencia del crecimiento urbano, de las actividades industriales, del turismo de masas y de la agricultura de regadío. Factores todos, que de una u otra manera, y con diferentes matices o pesos, están a la base también del fenómeno en tantos otros de los 100 países afectados.

A más de 10 mil kilómetros de España, Argentina, con sus casi 2.8 millones de kilómetros cuadrados, otrora reserva ambiental del planeta, no escapa a la degradación del ecosistema, que según diversos estudios afecta al 75 % del territorio. 60 millones de hectáreas están sujetas a procesos erosivos y cada año se agregan otras 650 mil al cuadro de las superficies “desgastadas”. A pesar de la enorme superficie y de los ilimitados recursos de ese país sudamericano, 30 % de la población total (uno poco más de 10 millones de personas) son afectadas por ese proceso. En los últimos 75 años la reducción de la superficie forestal es del 66 % como resultado del desmonte para incorporar nuevas tierras a la agricultura; para la producción de carbón vegetal y leña y debido a otras actividades industriales, como la celulosa.

Brasil no se exceptúa de esta dinámica preocupante. Si a mitad del siglo pasado la soja era casi inexistente hoy ocupa más de 20 millones de hectáreas de tierra cultivada. Mientras el ganado – 80 % del cual está en la Amazonia- explotó de 26 millones a 164 millones de cabezas en los últimos quince años y la exportación de carne se quintuplicó entre 1997 y el 2003. Ambos “productos” avanzan ofensivamente cada día más sobre bosques y sabanas, siendo considerados como responsables principales del acelerado proceso de desertificación brasilera.

Y las previsiones son alarmantes: organismos ambientalistas de todo crédito estiman que en el 2020 podrían destruirse cerca de 22 millones de hectáreas de bosques y sabanas en América Latina sólo a raíz de la producción de soja, devastando eco-sistemas y condenando a la desaparición a numerosos pueblos indígenas, cada vez más acorralados en reducidos espacios.

La “conciencia” planetaria

En tanto toma de conciencia mundial –en todo caso a nivel de diagnóstico y retórica- las Naciones Unidas aprobaron en 1994 la “Convención Internacional de lucha contra la desertificación”, primer documento que enmarca las respuestas a este “flagelo ecológico” y que cuenta con la adhesión de 172 Estados partes.

Tiene como objetivo principal la promoción de una acción concertada a través de programas locales -con apoyo internacional- que buscan reducir el impacto de la sequía grave y desertificación especialmente en África. Intenta mejorar la productividad del suelo, rehabilitarlo allí donde se puede y ordenar la conservación de los recursos de tierras y fuentes hídricas.

La Convención subraya la necesidad de la participación popular y la promoción de condiciones que favorezcan a las poblaciones locales para evitar la degradación de los suelos. Y le asigna un rol activo a las organizaciones no gubernamentales (ONG) para preparar y ejecutar programas en este sentido.

Si bien este instrumento internacional es un aporte –perfectible- , lo que está en juego tras el “drama de la desertificación” es un debate de fondo, de sociedad o incluso de civilización misma.

Un debate de civilización

Un elemento clave de este debate es, sin duda, la relación estrecha entre desertificación y urbanismo. En tanto, como lo señala el sociólogo y antropólogo español Antonio Aledo Tur, “la urbanización produce un doble efecto que podríamos denominar centrífugo y centrípeto en su participación en el proceso de desertificación”.

El aspecto centrípeto –según el mismo intelectual- “al convertir a las ciudades en polos de atracción para los campesinos que abandonan las tierras y para los flujos de materia y energía que el sistema urbano consume permitiendo el avance de la desertificación”. El efecto centrífugo, “sirve para denominar tanto el proceso de expansión física de la ciudad sobre las áreas rurales como el proceso de difusión cultural del estilo de vida urbano y de formas urbanas de pensar y entender la relación sociedad-naturaleza que están en la base de los procesos de insostenibilidad ecológica a los que pertenece la desertización”…Finalmente, para el intelectual español, “la urbanización actúa como motor de buena parte de los factores que en opinión de los expertos son causantes de la desertificación”.

Lo que leva a “repensar la utopía del urbanismo contemporáneo al ser contrastado con las implicaciones socio ambientales que provoca…La desertificación es una de las señales que emite el ecosistema y que denuncia la utopía del crecimiento ilimitado…” La insostenibilidad del actual sistema muestra “la naturaleza utópica del desarrollo occidental…”, enfatiza, usando la noción de utopía, en este caso, como contradictoria e inviable.

Detrás del flagelo ambiental de la desertificación –de la misma manera que el derroche irracional del agua potable- una lógica productiva planetaria inviable (u homicida) a largo plazo. Que prioriza el provecho máximo sobre la durabilidad de las reservas. Que transforma en mercancía todo lo que toca, aún los más estratégicos recursos naturales como la tierra y el agua. Que ve como ambicioso mercado la “casa común” del planeta tierra. Y que impone explicaciones culturales e ideológicas reduccionistas (desertificación = más desiertos) a todos los grandes temas del debate de civilización.

La desertificación es mucho más que un infinito arenal natural imposible a detener. Es un grito de alarma sobre una forma de organización de la economía mundial, y
un desafío a la sociedad civil planetaria para reforzar su combate/resistencia ambiental en el marco de construir, también sobre la erosión, otra tierra posible.

viernes, marzo 03, 2006

El tren de la vida

Leonardo Boff
Teólogo



Dejemos los escenarios sombríos sobre el futuro del Planeta y pasemos a historias que hablan del destino final de la vida.

Un tren corre veloz hacia su destino. Corta los campos como una flecha. Atraviesa las montañas. Pasa los ríos. Se desliza como un hilo en movimiento.

Dentro de él se despliega todo el drama humano. Gente de todo tipo. Gente que conversa. Gente que calla. Gente que trabaja en su ordenador. Gente de negocios, preocupada. Gente que contempla serenamente el paisaje. Gente que ha cometido crímenes. Gente que es buena gente. Gente que piensa mal de todo el mundo. Gente solar que se alegra con el mínimo de luz que encuentra en cada persona. Gente a la que le encanta viajar en tren. Gente que por razones ecológicas está contra el tren. Gente que se equivocó de tren. Gente que no se cuestiona; sabe que está en su rumbo y a qué hora llega a su ciudad. Gente ansiosa que corre a los primeros vagones con el afán de llegar antes que los demás. Gente estresada que quiere retrasar la llegada todo lo posible y se va a los últimos vagones. Y, absurdamente, gente que pretende huir del tren andando en dirección opuesta a la que lleva el tren.

Y el tren impasible sigue hacia su destino, trazado por los raíles. Lleva a todos despreocupadamente. No rechaza a nadie. Sirve a todos y a todos proporciona un viaje que puede ser espléndido y feliz, garantizando dejar a cada cual en el punto de destino establecido en su ruta.

En este tren, como en la vida, todos viajamos gratuitamente. Una vez en movimiento, no hay como escapar, bajar o salir. Uno puede enfurecerse o alegrarse; no por ello el tren deja de correr hacia el destino prefijado y llevar a todos cortésmente.

La gracia de Dios —su misericordia, su bondad y su amor— es así, como un tren. El destino del viaje es Dios. El camino también es Dios, porque el camino no es otra cosa que el destino realizándose paso a paso, metro a metro.

La gracia carga a todos, a los que están a favor y a los están en contra. Negándolo, el tren no se modifica. Tampoco la gracia de Dios. Sólo el ser humano se modifica. Puede estropear su viaje, pero no puede dejar de estar dentro del tren.

Acoger el tren, hacerse amigo y compartir con los compañeros de destino es ya anticipar la fiesta de llegada. Viajar ya es estar llegando a casa. La gracia es «la gloria en el exilio, la gloria es la gracia en la propia tierra» como decían los antiguos teólogos.

Rechazar el tren, correr ilusoriamente en dirección contraria, no sirve para nada. El tren carga y lleva también a estos rebeldes con toda paciencia, porque Dios se da indistintamente a buenos y a malos, a justos y a injustos.

La vida, como la gracia, es generosa para con todos. De vez en cuando nos hace darnos cuenta de la realidad. En ese momento —y existe siempre el momento propicio para cada persona humana— el recalcitrante se da cuenta de que es llevado gentil y gratuitamente. De nada sirve su resistencia y su rechazo. Lo más razonable es escuchar la llamada de su naturaleza y dejarse seducir por la oportunidad de un viaje feliz.

Entonces se deshace el infierno interior e irrumpe gloriosamente el cielo, el rostro humanitario de Dios. Descubre la gratuidad del tren, de todas las cosas y la presencia de Dios. Hay un destino bueno para todos; para cada cual a su medida.

Y tú, lector y lectora, ¿cómo viajas?